lunes, 4 de febrero de 2008

LA FÁBULA DEL VIEJO ZORRO Y LA JOVEN MARMOTA

Mi amigo el arquitecto Oscar Tusquets me llevó un día a la casa de Salvador Dalí, en Port Lligat, y me presentó al genio y a Gala. El año anterior, 1967, Dalí había diseñado la invitación a la Cena de Gala del VI Congreso de Angiología, presidido por mi padre. Esa fue mi tarjeta de presentación. Los cuatro puntos cardinales hoteleros de Dalí eran: El Meurice, en París; el Saint Regis, en Nueva York; el Palace, en Madrid, y el Ritz, en Barcelona. Y fue en este último hotel donde tuve mi segundo encuentro con el célebre pintor. Además de encantarme su pintura, Salvador Dalí y sus desbordantes excentricidades me fascinaban. Cuando yo vivía en Ibiza, y pasaba unos tres días en Barcelona para visitar a mi familia, me instalaba en el Ritz. El, entonces Presidente, Antonio Parés, generoso amigo y conocedor de mi precaria economía, me hacía pagar el simbólico precio de 1.000 pesetas por noche. ¡Todo un chollo! Mientras pedía mi llave a Pascual, mi conserje favorito, vi con asombro pasar un caballo blanco, al que hicieron subir a regañadientes, por la escalinata alfombrada, para llevarlo a la Suite Real, donde estaban instalados Gala y Dalí. El caballo, asustado, dejó un apestoso y voluminoso regalo delante de la puerta de la Suite. Cada tarde, en el Ritz, se reunía un grupo de amigos y personalidades de distintos ámbitos, y tuve la suerte de que Antonio Parés me invitase a entrar con él en la Suite Real.
Fue el premio por haber hecho el ridículo, dos días antes, cuando llegó al Ritz Sofía Loren, y Parés me pidió que subiese al escenario, instalado en el Salón Lauria, que estaba abarrotado de periodistas e invitados, para que, en su nombre, hiciese entrega a Sofía Loren de un ramo de rosas. Yo le dije: “Seamos más originales. Sofia Loren ha protagonizado una película titulada “Mortadela”, en la que le prohibían entrar en América con una enorme mortadela de casi 3 kilos. En vez de las rosas, me gustaría entregarle una de esas mortadelas, que parecen un obús”. Antonio Parés aceptó con cierto recelo. Cuando subí al estrado con aquella mortadela XXL, dos agentes de seguridad se abalanzaron sobre mí, pensando que era un artefacto explosivo. Por suerte, acompañando a la Loren, estaba su vecina de piso en París, Paty Arquer, entonces casada con el Principe Fernando de Baviera. Paty había estudiado de niña conmigo en el colegio mixto Luis Vives, y acudió en mi ayuda. Así pude hacer entrega del enorme embutido.
Nadie entendió la broma, pero Sofia Loren estuvo encantada y se rió mucho. En mis books de prensa conservo un recorte con la noticia, junto a otro pequeño reportaje, de aquella misma noche, en que fuimos a Boccaccio con la cantante Fraçoise Hardy y Mercedes Olavarria. Dalí estuvo todo el rato jugando con el nervioso ocelote de su secretario Peter Moore, conocido como “El capitán”.
En Nueva York acudí, acompañado por Amanda Lear, musa del pintor, y Carmen D’Alessio, relaciones públicas de la discoteca Studio 54, a un original happening que Dalí había institucionalizado, todos los domingos, a las 5 de la tarde, en un salón del Hotel Saint Regis. Dalí se sentaba en un trono, como un emperador al que había que distraer. Unos candelabros alumbraban sugerentemente la sala, en la que actuó un grupo de ballet erótico-moderno, en el límite del porno.
Recuerdo que Gala, al entrar en la oscuridad de la sala, fue deslumbrada por el fogonazo de un flash de un fotógrafo de Paris Match, y le propinó, en la cabeza, un tremendo porrazo, con el pesado mango de oro del célebre bastón que perteneció a la actriz Sarah Bernard. Unos días más tarde, en el Saint Regis, entrevisté para La Gaceta Ilustrada, a Amanda Lear, a quien fotografié con un abrigo de marmotas, que me había comprado en los carísimos almacenes Saks Fifth Avenue, de Nueva York, gracias al enorme descuento que me hizo mi amigo Fernando Sánchez, diseñador de la entonces más prestigiosa marca de peletería del mundo: Revillon.
Yo estaba enamorado de mi abrigo. Un capricho tonto de joven presumido. Y Dalí me hizo grandes elogios de aquella prenda.
Poco a poco, Dalí y Gala se iban familiarizando con una cara a la que no ponían nombre. En Madrid, en el salón oval de su suite del Palace, asistí a una reunión en la que estaban presentes, sentados en corro, el productor teatral Colsada, la vedette Tania Doris, el Duque de Cádiz, , la fotógrafo Sylvia Polakov, y Sabater, su nuevo secretario, entre otros que ya no recuerdo. Era, como siempre, un grupo variopinto. Yo estaba sentado a la izquierda de Gala, a quien Dalí, sentado en el polo opuesto del círculo, no quitó ojo en todo momento. Las únicas palabras, en francés, que Gala me dirigió en toda la tarde, con un sensual retintín, fueron: “Creo que por su casa de Ibiza pasa una gente muy atractiva…” Me sorprendió que supiese que yo vivía en la isla. En Paris, pasé un mes para echar una mano al arquitecto Ricardo Bofill, que estaba instalando un estudio para intentar vender, al Gobierno de Giscard D’Estaing, el importante proyecto “La Ciudad en el Espacio”, tras haber sido rechazado por el Gobierno de Franco. Finalmente, Ricardo consiguió llevar a cabo su importante proyecto, en la localidad de Cergi Pontoise. Aquel año, a Salvador Dalí le correspondió la creativa tarea de diseñar un número especial de la revista Vogue, Francia.
Antes de la presentación de la revista, que tuvo lugar en Maxim’s, unas cuantas personas nos reunimos con Dalí, en su suite del Hotel Meurice. Llegué con demasiada puntualidad, acompañado por Loulou de la Falaisse, brazo derecho de Yves Saint Laurent. Un barbero le estaba poniendo tieso el bigote, mientras un panadero exiliado daba un último toque a unos muebles espectaculares, con formas daliniánas, que había realizado en pan, para el pintor. Hacía mucho frío y yo llevaba puesto mi abrigo de marmotas. Me sorprendió que Dalí me ayudase a quitarme el abrigo, como se hace con una señora. No lo dejó sobre el banco del hall de entrada, y me extrañó el hecho de que lo colgase en el armario de su habitación, algo que pude ver gracias a un juego de espejos. Pero no le di importancia. Cuando llegó el momento de ir a Maxim’s, mi abrigo no aparecía. Y al pedírselo a Dalí, puso cara de no saber de qué le estaba hablando. Insistí y le recordé que lo había colgado en su armario. Dalí era un apasionado de las pieles. Tenía muchos abrigos de pieles. Incluso en la foto que se publicó días antes de su fallecimiento, llevaba puesto un gorro de armiño. Tras mi insistencia, entró en su habitación, y regresó con un viejo abrigo de zorros, que estaba hecho unos zorros (valgan la redundancia y la cara dura). Dalí pensaba, seguramente: “Este jovencito no va a protestar al genial Saaaaaalvador Dalí, y le voy a dar el cambiazo”. Pero no lo consiguió. Tras descolgar de la percha personalmente mi abrigo de marmotas, y devolver a Dalí sus viejos zorros, salí de la suite, y observé que su engominado y famoso bigote perdía rigidez. El genio estuvo a punto de necesitar de nuevo al barbero. Moraleja: Aunque el zorro sea muy listo y muy viejo A la joven marmota no le birlará el pellejo.
Fotos Flickr: Mr History, jkazius

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