Es la una de la madrugada. Estoy en la cama haciendo zapping. Es la noche de la pesadez de Eurovisión. Y me acaba de llamar, desde una cabina, Prudens. Una perturbada que dice ser pariente mía, y que afirma, para colmo, que nos parecemos como dos gotas de agua.
En realidad, esta loca es la nuera del cuñado de un chofer de mi primo. Me ha dicho que la han echado del convento de las Hermanas Redentoras, en donde había ingresado con el nombre de Sor Angustias de los Clavos de Cristo.
La pobre Prudens ha montado muchos cristos a lo largo de su vida, pero nunca ha dado en el clavo. ¡Ahora me dice que se quiere suicidar, y que le hace falta dinero para la incineración!
Yo la habré visto, a lo sumo, unas tres veces en toda mi vida. Pero ella se empeña en que soy “su pariente lejano favorito”. Y una vez, cada cuatro o cinco años, me llama para pedirme dinero o algún consejo, y siempre a horas intempestivas.
Hay gente que nace con una flor en el culo. Pero ese no fue el caso de Prudens que, muy al contrario, me da la impresión que la parieron sobre un cáctus. Y por una paradójica casualidad, nació el día de la Virgen de la Prudencia, y de ahí le viene su tan inadecuado nombre.
Ya de niña parecía un botijo. Era gorda, gafuda y más fea que un pecado. Cuando, durante la gestación, a su madre le hicieron la primera ecografía, el ginecólogo confundió el feto con un tumor.
Yo estoy convencido de que es hija de algún amante de su madre, una mujer afectada por un calentamiento global, en la zona púbica, que rozaba la ninfomanía.
Una enfermera, justo después de romper aguas, le preguntó si quería que el padre de la criatura entrase en el quirófano para filmar en vídeo el parto, a lo que ella respondió tajante:
No, gracias. Prefiero que lo filme mi marido.
La pérfida madre, al ver el adefesio que había parido, en vez de darle el pecho, le dio la espalda. Y ese despecho marcó a Prudencia Rupérez para toda la vida.
De los genes de su desnaturalizada madre, la pobre Prudens, solo heredó ese insaciable picor en los bajos que, años más tarde, la llevaría a la desesperación, al alcoholismo y a una incurable adicción al gel Vaginesil.
A los 11 años, era un caballote que pasaba olímpicamente de muñecas, y solo quería jugar a médicos. En una ocasión, puso tanto empeño en su infantil pasatiempo, que le hizo la fimósis a uno de sus amiguitos, utilizando un afilado cuchillo de cocina. El amiguito casi se desangró, y lo máximo que pudieron hacer por él, en el hospital, fue una reconstrucción chapucera de su miembro, que acabó pareciendose a una bellota roída por las ratas.
Cuando reprendieron severamente a la precoz “Doctora Prudencia”, por su horrible actuación, ella se justificó diciendo que al niño le había practicado, simplemente, un lifting en el pene.
Una noche, igual que hoy, a altas horas de la madrugada, me despertó una llamada telefónica de Prudens. Tendría entonces unos 29 años, y ya estaba medio alcoholizada. Su llamada era para que la sacase de una duda: Se casaba en dos meses, y no sabía si casarse de blanco o de tinto. Y, por supuesto, necesitaba una "ayudita pecuniaria..."
-¿Y cómo es él…?- le pregunté, recordando la letra de una deprimente canción de Perales.
-Raimundo es un diamante en bruto- me respondió entre dos hipos.
Prudens había conseguido, milagrosamente, ligarse a un ejemplar del género masculino. ¡Y había logrado llevarle hasta el altar! El hombre era un energúmeno, en cuyo cerebro, en vez de actividad neuronal, se celebraba un festival de ácaros.
Raimundo resultó ser más un bruto que un diamante.
Prudens me lloriqueó tanto que, por desgracia, no me quedó más remedio que asistir a su boda, que tuvo lugar en una iglesia cutre de Hospitalet de Llobregat.
En el cartón de invitación al matrimonio leí: “Tremendo papéo y fiesta guay ”.
El sacerdote, en un ambiente de glamour de periferia y flores de plástico, bendijo la unión, y terminó pronunciando las palabras de rigor:
Hijo mío: Ya puedes besar a la novia.
A lo que Raimundo, tras mirar la hora en el reloj de imitación, que Prudens había comprado a un senegalés, en Las Ramblas, como regalo de boda, replicó:
Passsso…tío...
El banquete, por llamarlo de algún modo, tuvo lugar en un tugurio con olor a cenicero. Me sentaron junto a una anciana solterona, tía del novio, y aquejada de osteoporosis. Se apoyaba en una muleta, lo que no fue obstáculo para que se emperrara en sacarme a bailar La Macarena.
-¿Qué lleva la merluza?- pregunté al camarero, refiriéndome al acompañamiento.
-Quince días en la nevera- me contestó el muy grosero.
Pero el camarero no era, allí, el único maleducado. Escuché a uno de los invitados, que jugaba con un apestoso puro entre sus dedos, quejarse indignado de que el pollo estaba muy duro.
-Pues es de granja, y viene de Ávila- atajó la pedante y grasienta dueña del restaurante.
-Pues habrá venido andando, porque está como una puta piedra- le gritó el invitado.
¡Yo ya no podía más! Y como soy un profesional del escaqueo, antes de que el selecto personal empezara a emborracharse, desaparecí a la rapidez del rayo, logrando pasar más inadvertido que un pedo en un jakuzzi.
Me contaron que Raimundo y Prudens se divorciaron al poco tiempo. La fogosa Prudens no había conseguido la más mínima satisfacción, durante el corto plazo que duró su matrimonio. Pues al tal Raimundo solo le excitaban los partidos de futbol, que veía repatingado delante de la tele.
La noche de bodas, Prudens, en un tono sugerente, le preguntó a su flamante marido:
¿Sabes lo que es el clítoris?
Y Raimundo le contestó, mientras bostezaba abriendo la boca como un hipopótamo: No estoy muy seguro, pero creo que es una discoteca.
Cuando regresaron del viaje de novios, que hicieron a un pueblo de las afueras de Lerida, y alojados en una pensión de mala muerte, Raimundo le comentó a uno de sus compinches:
¡Seis días más y me la tiro, colega.!
Muy de vez en cuando, Raimundo daba tres saltos de conejo, sobre la pobre Prudens, dejándola a dos velas, mientras para colmo de cara dura, le decía, encendiendo el socorrido pitillito de post coito: Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Nunca salían de casa. Prudens se aburría como una ostra, y así se lo comunicó una noche a su marido.
-Podrías, por lo menos, sacarme a cenar la noche de nuestro primer aniversario- protestó Prudens.
-Vale, tía…- contestó Raimundo, soltando un resoplido de resignación. Y la noche siguiente, pidió unas pizzas, y montó la mesa en el balcón del apartamento.
Prudens no sabía ya qué hacer. Un día se compró un modelito rojo, muy sexy, que estrujaba su desbordante celulítis, y esperó a su marido encaramada al sofá.
Y, cuando llegó Raimundo del trabajo, en un tono de tigresa en celo, le pidió :
Hazme algo que… ¡me vuelva loca…!
Y Raimundo, ni corto ni perezoso, después de rascarse unos segundos la nuca, en ademán de profunda reflexión, tiró el mando de la tele por la ventana.
A la pobre Prudens el tarugo de Raimundo, la volvió loca de remate. Y fue a partir de entonces cuando empezó su adictiva afición al gel Vaginesil.
Hasta que una mañana, tras pasar varias semanas subiéndose por las paredes como una perra en celo, debido a su sempiterna abstinencia sexual, Prudens decidió abrir la puerta al repartidor de Caprabo, totalmente en bolas.
Esa misma noche me llamó, una vez más, por teléfono para pedirme consejo, pues se quería divorciar.
Recuerdo que me reí mucho cuando me dijo:
Finalmente he tenido un orgasmo de 6 grados en la escala de Richter, con epicentro en pleno coño.
Desde entonces, Prudens hacía un pedido al supermercado, dos veces por semana. Hasta que, un día, el memo de su marido llegó a casa, mucho antes de lo previsto, y los pescó en pleno movimiento sísmico.
Prudencia, que además de al gel le daba al Anís del Mono, tumbada en la postura del misionero, se armó de valor y, con el asustado repartidor de Caprabo encajado entre sus piernas, le gritó a su marido:
-¡Siéntate y aprende, capullo!
-¡Passsso...tía!- contestó Raimundo, mordisqueando un palillo.-Me voy a ver la tele, que toca Champions.
Así pues, no es de extrañar que se divorciaran al año y medio de casados. Cosa que, hoy dia, es algo muy corriente.
Prudens, desde que se quedó sola, empezó a darle a la frasca, con la misma fruición y frecuencia que a unos promiscuos devaneos. Pasados unos meses, ya se había tirado a todo el barrio. Su anhelo por que le tocaran el punto G, se vio saciado con creces, pues consiguió que le tocaran todo el abecedario.
Unos la llamaban “La Semáforo”, porque decían que, después de las 12, no la respetaba nadie; y otros, más jóvenes, la apodaron “La Seven Eleven”, porque decían que estaba abierta las 24 horas.
Desprestigiada, vilipendiada, sola y arruinada, a más de alcoholizada, Prudencia Rupérez acabó durmiendo, entre cartones, en un cajero de La Caixa.
Una noche, en pleno delirium tremens, y con la serotonina por los suelos, a Prudens la cegó un resplandor (seguramente fueron los faros de un coche que pasaba por allí…), y escuchó una voz, que parecía salida de una nube, que le dijo:
Prudencia, levántate y ven a Mí. Solo tomando los hábitos encontrarás la paz y podrás gozar del éxtasis que tanto anhelas. Hazte monja y te ahorrarás hasta la peluquería.
Y así, hecha unos zorros, y arrastrando el carro que, en un gesto chorizo-nostálgico, había mangado en un Caprabo, y que contenía sus escasas y pestilentes pertenencias, Prudens llamó a la puerta del convento de las Hermanas Redentoras, donde fue caritativamente acogida por las monjas, que no sabían lo que se les caía encima.
Prudencia llegó al convento con un doble y descomunal mono de Vaginesil y de Anís del Mono (valga la redundancia). Y, para paliar la tremenda desazón, producida por ese doble síndrome de abstinencia, en un mes, se tiró al sacristán gay y a cuatro o cinco novicias. De este modo, y con grata sorpresa, Sor Angustias alcanzó el éxtasis y la paz, que aquella voz celestial, escuchada en pleno colocón, le había prometido.
Ahora dice que tardó tantos años en salir del armario, porque no encontraba la llave...
Sor Angustias de los Clavos de Cristo, debido al cristo que armó en el convento, y al escándalo por tanto clavo lésbico, fue fulminantemente expulsada de la Orden. Al salir por la puerta, le gritó a la Superiora: ¡Pasa de rollo, tía, y vente al bollo que es un chollo!, acompañando sus berridos con un contundente corte de mangas, con el puño cerrado y el dedo medio en ristre.
La última estadística sobre trastornos mentales, en España, arroja un aumento del 200 %. La cosa es altamente preocupante. Y Prudens se cuenta entre ese ascendente porcentaje.
Ahora, me pregunta cómo se podría suicidar y, para colmo de locuras, no solo me pide dinero para su posterior incineración, sino que además pretende que la acompañe al crematorio. Porque al verla allí, con aspecto masculino, debido a llevar la cabeza pelada casi al cero y pantalones, el recepcionista del crematorio, un tanto retrógrado, le había dicho:
Lo siento Señora, pero no está el horno para bollos.
¿Por qué me lían siempre las mujeres?
Descuelgo el teléfono e intento conciliar el sueño, pero me viene un súbito dolor en la ingles, acompañado por una desagradable hinchazón testicular, que me obligan a madrugar para ir a la consulta del úrologo.
El Dr. Feliu no ha tardado ni un minuto en pronunciar, sin la más mínima duda, su diagnóstico: La inflamación testicular que Usted padece no es debida a ninguna patología grave. Es simplemente una sobredósis de Chikichiki. Llevo varios días recetando a muchos pacientes que apaguen el televisor. Es una casposa pandémia.
Fotos via Flickr: Ramperto,Fîccîones, Missha, Belly_shirt_fun, El Codigo.
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